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domingo, 2 de octubre de 2011

Laura, la chica de Ausencias

Fue secuestrada con su papá, a los once meses; vio cuando se la llevaban a su mamá, a los tres años. Laura Cecilia Méndez Oliva es una historia más que prueba que la memoria, la verdad y la justicia es el cimiento elemental para la sociedad y las víctimas del terrorismo de Estado. 


Laura Méndez Oliva

 Laura y las fotos de la muestra Ausencias.


Recién ahora sé por qué no pudo ser antes esta entrevista, hace 16 años, cuando me la presentaron: “Ella es Laura, hija de desaparecidos”. 
No pudo ser entonces, ni al año siguiente, ni al otro. No lo intenté siquiera pese a tenerla bien cerca, bien presente. 
Sólo ahora, por primera vez desde que la conozco, le puedo decir “Hagamos una nota” y que ella me conteste “dale”, así, sin vueltas. 
Laura Méndez es hija de Orlando René Méndez, entrerriano, de San Salvador; y Leticia Oliva, neuquina. Ella, de bebé y de niña, fue testigo y víctima del terrorismo de Estado. Primero, el día que secuestraron a su padre. Laura recaló en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), a los once meses, junto al cuerpo sin vida de su padre. Otra vez, a los tres años, una patota invadió su casa. Junto a su niñera convivió seis horas con la barbarie hasta que llegó Leticia y se la llevaron ante la mirada de Laura que todavía aún intenta corporizar cómo fueron esos momentos, saber dónde quedaron registrados. 
Esta entrevista no pudo ser antes porque faltaban restos de verdad, había huecos que llenar, había un proceso individual y colectivo pendiente. 
Está además la mediación de la justicia. Porque ella concurre asiduamente a la sala de audiencias donde tramita el juicio oral y público en la causa por el robo de bebés en el Hospital Militar de Paraná. Y esa situación es una excusa y a la vez una condición de posibilidad para que Laura hable y eso la fortalezca. 

Identidad. “Para consolidar mi identidad fue importantísimo tener los restos de verdad que me faltaban y que tuve cuando conocí a Carlos y a Cabo, dos tipos que militaron con mis viejos”, dice esta mujer que hoy tiene 35 años y que reniega de lo que denomina “las estampitas”. 
“Mis viejos, durante mucho tiempo, estaban en una estampita, eran los buenos a los que hicieron desaparecer. ¿Y que hacían? Nada”, se queja de un relato que se impuso en un momento por parte de las víctimas, los familiares, los organismos de Derechos Humanos. 
Hoy comprende que “sí, que era necesario” quitarles encarnadura, restarles causas políticas en pos de consolidar una imagen santificada de los desaparecidos. Era el modo de contrarrestar la fortísima versión de la “teoría de los dos demonios”, hegemónica durante mucho tiempo. Comprende que también hay un “cuento de niños” que ella escuchó, se repitió, le permitió crecer durante mucho tiempo, un cuento en el cual el horror no lo era tanto, los buenos eran muy buenos, los malos, muy malos. Y todo edulcorado, sin disputas a sangre y fuego. 
“A los 28 años, cuando conocí a estos viejos militantes, entendí todo. Yo siempre supe quién era y quiénes eran mis padres pero solamente entonces entendí”, prologa Laura y se entusiasma cuando cuenta: “Sin que nadie me dijera la palabra identidad, supe que lo que me estaba pasando era eso. Tenía un bodoque enorme de información y tenía un agujero donde ponerlo, un vacío que no sabía que lo tenía. Mi vida había sido hasta entonces un desastre y dije ‘por eso no me sale una bien, porque tenía que poner todo eso, acá, exactamente acá. No hay otro cimiento para la identidad que la verdad”, enfatiza y exhorta: “La verdad clarifica y eso es vital cuando tu pregunta es por qué no están mi mamá y mi papá conmigo”. 
Y la verdad es una búsqueda permanente. Por eso Laura elige un día entre varios para ir a las audiencias por el robo de bebés que se lleva adelante en los tribunales federales de Paraná. “Elegí ir a escuchar a Costanzo”, dijo en alusión al testigo clave, ex represor Eduardo Tucu Costanzo, que da su versión de casi todo lo ocurrido con Raquel Negro, madre de los mellizos nacidos en el Hospital Militar. 
Al elegir ese testimonio, deja en claro que prefiere la verdad sin tapujos, sin filtros, de modo bestial: “Yo quiero saber todo. Quiero escuchar, como lo dijo este tipo, que los cuerpos hacían así (sus manos flamean en el aire) cuando caían de los aviones. Quiero escuchar que de tres mil metros de altura se ve la sangre. Es horrible pero a mi me sirve, me hace bien. No es morbo. Necesito eso para entender. Pasó eso, así, como lo cuenta Costanzo”. 

Carlos y Cabo. Alguien publica una carta de lectores en Clarín, una semblanza de Roque Narvaja. “Este hombre dice, en una partecita de su carta, que a sus discos de este cantante de ‘Menta y limón’ se los robaron los milicos cuando la secuestraron a su amiga, Leticia Oliva”, recuerda Laura que le contaron. Alguien respondió con otra carta, esta vez hablando específicamente de su mamá. Hubo contactos y la decisión de un periodista del diario de volver a publicar las cartas “para ver si yo lo leía y aparecía porque estos amigos de mis viejos me estaban buscando”, evoca. 
“Nos encontramos, sí. Primero con este tipo que escuchaba Roque Narvaja. Son horribles los temas, después me puse a escuchar. Igual ‘Menta y limón’ si me gusta”, se dispersa. “Ellos me completaron la imagen de mis viejos”, agradece. 
La contactaron con gente del Equipo Argentino de Antropología Forense. “Estuve con Maco (Somigliana), una persona maravillosa con una cabeza que pareciera que le va creciendo de toda la información que guarda. ‘Vos sos la chica de la ESMA, que después va a Casa Cuna’, me dijo y le aclaré: ‘No, yo soy la chica de Casa Cuna’. ‘Sí, pero vos estuviste en la ESMA’, me insistió”, recuerda Laura. 
Por esos días, consumía sin parar historias de vida de los ’70. “Estaba leyendo La Voluntad (de Martín Caparrós y Eduardo Anguita) todo el santo día. Yo quería conocer a alguien que hubiera estado en la ESMA”, dice ironizando acerca del “furor setentista” del que a veces se burla. “Me dijeron que había estado en la ESMA y fue como sentir que me regalaban una entrada a un recital de los Stones”, se ríe a carcajadas y agrega: “Después sí, vino la oscuridad, la depresión más espantosa, el derrumbe que eran necesarios”. 
Le presentaron a Marta, una mujer que integraba “el mini-staff” de la ESMA como se denomina a quienes, según los cánones del horror, pasaban a ser colaboracionistas de la dictadura aunque permanecieran en la ESMA, afectados a distintas tareas de la burocracia del crimen. 

Las cosas en su lugar. Una hora y treinta y nueve minutos lleva la entrevista y Laura llora por primera vez. Sucede cuando habla del inmenso “orgullo” que le provoca el ritual reparador de un puñado de torturados puestos a disposición de la Justicia, en el marco de la causa Hospital Militar, la primera en Entre Ríos en relación a violaciones a los Derechos Humanos. 
Conoció en ese marco a Sabrina Gullino, el día en que la joven, nacida en el nosocomio castrense en el marco del secuestro de su madre, Raquel Negro, vino a testimoniar en el juicio. 
“Ella es la chica de Ausencias, le dijeron a Sabrina cuando me presentaron”. Menciona así el libro del fotógrafo paranaense, Gustavo Germano, en el que la historia de Laura, en fotos, abre y cierra las páginas que han tenido amplia circulación mundial. “Ese día le lloré todo en la cara. Y ella me decía: ‘No se llora frente a los hijos de puta”. 
“Orgullo, siento mucho orgullo”, dice sin terminar de explicarse, se le caen las lágrimas y se termina la entrevista. “Siempre estuve muy orgullosa de mi abuela. Le desaparecieron el hijo, la nuera y en su vida, jamás, me transmitió un sentimiento de odio. Jamás”, enfatiza. 
“Eso revela una dignidad intachable. Y hoy siento que habla muy bien del país, de cada víctima, de cada quien comprometido con la causa de los Derechos Humanos, que semejantes bestias sean juzgados como corresponde”, remarca Laura y reafirma en su piel que la Justicia es reparadora, es indispensable, que la impunidad no puede más que eternizar el crimen. 
El mundo se ordena para Laura: “Veo estos salvajes ahí, en esa sala. Y estoy yo, está Sabrina, y en la primera fila están María Luz (Piérola), Perica (Alicia Dasso), José (Iparraguirre). Están los que tienen que estar. Esa imagen a mí me reconforta. Se hace justicia. Y todo vuelve a estar donde debe estar”. 


El terrorismo en carne propia 
Es 21 de octubre de 1976. En una esquina, Orlando Méndez concurre a “una cita” para tomar contacto con otro militante. Lleva a Laura, de once meses, en brazos. Es el que después se denominará “día de las citas nacionales”, cuando caen alrededor de 200 militantes en todo el país. 
Por Marta, quien la protegió en la ESMA, hoy sabe que su papá llegó sin vida a la ESMA. “El (Jorge) Tigre Acosta o (Antonio) Pernías le muestran una foto a Marta de mi papá. Ella lo identifica porque habían militado juntos. Le dicen que estaba con su bebé. ‘Traémela’, le dijo Marta. Y ahí fue que estuve en la ESMA. Un día, no sé bien, Marta dice que era difícil calcular el tiempo”, repasa Laura. 
La mujer sabe que se llevan la beba. Le pone en los pañales un papel con el nombre de su papá y lo que sucedió. Laura va a Casa Cuna y al día siguiente publican en el diario toda la información con la que cuentan. La familia puede dar con ella. 
“Tuve suerte. Marta se jugó en eso. Me podría haber pasado como a Sabrina (Gullino, querellante en la causa del Hospital Militar) que también la abandonaron los represores. Mi familia tuvo suerte que me encontró”, compara. 
Vivió con su mamá, Leticia Oliva hasta los tres años y un mes. El 27 de diciembre de 1978 una patota convivió con Laura por seis horas hasta que su mamá llegó y la secuestraron delante de sus ojos. 
Supo que fue torturada, que llamó en dos oportunidades, “la última vez en febrero de 1979”, señala. “Dicen que preguntaba por mí, que estaba mal, que me hagan estudiar mucho y que me hablen de ella. Es muy triste eso, pobrecita. Insistía en que me hablaran de ella, para no quedar en nada”, interpreta. 
Desde entonces, Laura vivió con su familia paterna, en Entre Ríos. Su abuela, “una mamá común y corriente que se calzó el pañuelo y buscó la verdad suficiente para entender”, ya fallecida, y en contacto permanente con sus tíos y sus primos. “Siempre se habló de ellos en mi casa, espontáneamente, siempre estuvieron presentes”, destaca.

Luz Alcain

Fuente: El Diario



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